Siempre estuvo allí

Por Hugo Clemente
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SIEMPRE ESTUVO ALLI.

La música estaba ahí, siempre había estado ahí. Simplemente tenías que agarrarla.

El estudio apestaba a humo, y el humo apestaba a campo. A humo y a pequeños sorbos de whisky vertidos con descuido en la moqueta a lo largo de los años. Henry no aparecía y nadie se sorprendía por ello. Ese vanidoso hijo de puta hacía siempre lo que le venía en gana. Cantaba como un verdadero ángel, eso si, pero nadie podía contar jamás con él. Mantener al grupo unido era la tarea más difícil de los músicos.

Hartos de esperar y hasta las pelotas de Henry la diva, la banda ya tenía los instrumentos fuera de sus estuches, afinados, y las válvulas de los amplificadores calentitas. Ignoraban al Pequeño T, el batería, que como de costumbre se desfogaba contra su herramienta de la misma manera en que algunos meses después le partiría el cuello a un desgraciado en un peep show.

El Leslie daba vueltas y más vueltas hasta parecer que estaba quieto consiguiendo que el sonido del órgano se fortaleciera a cada giro.

Los técnicos reían acaloradamente pero el cristal de la pecera impedía que sus carcajadas rompieran la paz de acoples. Lo tenían todo a punto, todo microfonado, cada parámetro ecualizado. Henry seguía sin aparecer.

John empezó todo. La ceniza le caía en los dedos desde el cigarro que mordía entre sus dientes. Entornó los ojos y le arrancó una frase tontorrona al Hammond. Jugó con ella para arriba, la volteó hacia abajo un poco más rápido, deteniéndola frente a un abismo silencioso para precipitarse después con el resto de la frase. A punto estaba de abandonarla y servirse otro dedo de whisky cuando Jimmy enfadado con su novia, y con Henry, y con todo el mundo aquella noche, le siguió con el bajo. El Pequeño T comenzó a envolverles suavemente rozando la caja, acariciando el bombo, susurrando con los platos.

El tema se alargó quince minutos, primero mirándose, después cada uno encerrado en sus cuerdas, en sus teclas y bordones. Pararon a servirse más bebida. John aplastó la colilla que aún le colgaba de la boca contra el cenicero y enseguida lo sustituyo por un lustroso cigarrillo entero. El pequeño T se levantó de la banqueta, sirvió bebida en cada vaso que encontró y dejó la botella vacía junto al bombo. Apuró el vaso de un trago, lo lanzó hacia atrás con los ojos brillantes y dijo –let´s go over again-

Los técnicos hacían creer a los músicos que seguían a lo suyo, pero con el rabillo del ojo seguían la escena con la solemnidad de los testigos fundamentales. Justo antes de que sonaran las baquetas marcando el one-two-three-four, Stu ,el técnico más joven, apretó el botón que obró el milagro. Era rojo, sobre él había tres letras: R E C.

Dos minutos, cincuenta y cinco segundos. En menos de tres minutos puedes atrapar la música porque siempre está ahí acechando y no es una cuestión de horas invertidas, sino de olfato. Muchos tratan de mirar a los ojos de la música de alcanzarla con un cazamariposas. Eso no sirve de nada. Tienes que dejar que te acompañe.

Los músicos no estaban conformes, Jimmy se enfadó porque les grabaron a traición, El pequeño T se quedó dormido en el estudio. Lo grabaron todo de golpe, de una toma, nada de pistas, nada de trucos, nada más que la música. El espíritu distraído de cada músico tratando de acoplarse en el vacío, tratando de ganarse el silencio.

-Apesta, es una mierda-. Jimmy estaba enfurecido.-Stinks like Green Onions- De una patada estalló la botella vacía por la alfombra.

-Apesta como las cebollas verdes-

Así acabó llamándose el tema. Así se llamó el hit. De todos los discos que luego sacaron, de todo lo que antes habían grabado, la gente recuerda Green Onions, la  instrumental que sigue oliendo a humo.

De Henry ya nadie se acuerda.

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