Empezar a empezar

Por Hugo Clemente
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Los años empiezan varias veces, se pongan como se pongan los que estrenan ropa roja para comerse las uvas. Y entre que yo no soy muy rápido y que cumplo años a los quince días de que los cumpla el año, tengo siempre una pizca de margen para recordar lo que trajo el año pasado:

Aprendí  a hacer unas lentejitas ricas.

Recuperé mi fish amarillo. Me lo reparó Nacho Agote que fue el que lo fabricó hace años. Ya no está decorando una pared, ahora entra muchísimo al agua. Si tuviera que elegir una tabla entre todas las que he tenido, sería esta. La rubia.

Acabé de escribir Doc Caribbean, Memoria viva del monopatín después de tres años de proyecto. Algunas noches nos quedamos hasta  las 14 de la madrugada corrigiendo.

Surfeé Carnota con Carlos una mañana de invierno hostil después de habernos bebido los chupitos de whisky más caros de la historia de Galiza la noche anterior.

Descubrí un truco infalible para meter la cantidad justa de ropa en la maleta.

Me fui de Santiago de Compostela. Era entrar por la puerta del 12 4f y sentir que eso era lo más parecido a un hogar que tendría nunca, pero salía por esa misma puerta y tenía la certeza de que esas calles no estaban para mi. Lo dije entre lágrimas y me dijo que ya lo sabía, que Iván se había dado cuenta nada más verme llegar.

Viví tres meses en Muros, encima del bar la Dársena. Venía de pasar un par de meses en casa de María Meijide, que es un témpano precioso donde desayunar con vaho y gorro de lana. Tres meses recogiendo pellets en la Ria. Allí conocí a mucha gente del mar, mucha gente increíble y también a Marcos Montiel de Kakum Filmes. Hoy tenemos más de treinta horas de brutos grabados y estamos a punto de levantar un documental.  

Deje de fumar tres veces.

Fui a Radio3 por primera vez. No vino mi editor, pero me puso un mensaje maravilloso esa misma madrugada: “Lo siento, no voy a llegar a tiempo. Somos Colectivo Bruxista, no engañamos a nadie”. Imposible enfadarse.

Descubrí que Macarena Berlín es ahijada del mismo padrino que mi hermana. (Vaya, vaya, tío Perico).

En la +Bernat conocí a Fernando y empecé a adorar a Carles. Allí Fernando me dijo que nunca había visto antes llegar a nadie patinando a su librería. Muchos de ellos no habían entrado a una librería en años.

Perdí mi camiseta favorita, la de Better Call Saul.

Pasé todo el año volviendo al Atlántico y metiéndome en el agua.

En Barcelona no firmé ni un solo libro en una fiesta bien crápula en un bar que aún conservaba un cartel  más amarilleado por la nicotina que por la pandemia de Prohibido entrar sin mascarilla. Al poco de irme, dicen que apareció un vecino con un salero relleno de speed y que fue muy generoso.

Dos días después sí que firmé en San Jordi en las Ramblas. Me dieron cava y posé junto a otros tantos escritores esperando a que las pijas de Upper Diagonal intentaran arrugar sus entrecejos —cosa muy difícil debido al botox— y acercaran sus caras de criaturas de H.R. Giger frente a la teniente Ripley para reconocer nuestros nombres o nuestras caras o nuestras portadas. De mi se alejaron bastante raudas aunque tengo que decir que firme tres ejemplares, uno de ellos al deslumbrante y contusionado Vila-Matas. También me eché unas risas con Borja Navarro.

Después de presentar en Berbiriana (A Coru, neno) me llevé una rosa que les había sobrado de Sant Jordi.  Pensaba regalarla así que la coloqué con cuidado en el lateral de mi mochila pero cuando llegué a la furgo se había descapullado y sólo quedaba el tallo en pie.

Acompañé a mi sobrina Paula al cole y cuando llegamos al patio y le pregunté y ahora qué hacemos, ella se encogió de hombros y me dijo con esa cara de lista y de buena:  “ahora yo me voy allí con mis amigas y tú…”. Y yo me volví a su casa sonriendo.

Me hice con una estilográfica increíble. Una Faber Castell negra. Se la robé a mi padre como le he quitado tantas otras cosas, entre mi caradura y su satisfacción de que me lleve algo suyo. Se la encontró en el suelo de las inmediaciones de una Feria del Comic en Barcelona donde le acababa de pasar un camión por encima. En la capucha es donde más se nota el abollón. Ya no pienso escribir con otra cosa.

Volví a Tenerife después de unos diez años y fue un viaje interior vertiginoso. Mucho ojo con Las Islas.

Fuimos portada del Diario de Mallorca y nos hicieron un reportaje en la Forbes. Debemos ser los más pobres que jamás han salido allí y eso nos llena de orgullo y prejuicio. También nos hicieron un reportaje para la sección de salud de El Mundo. Pocas cosas más raras se han visto.

Patiné tres veces con mi sobrino Héctor sin decirnos nada. Su silencio es sinfónico.

Fui a un partido de futbol por primera vez en cuarenta y cinco años. Jugaba mi sobrina Alba. También nos pasamos una tarde entera para hacernos unas hamburguesas mientras nos contábamos las vidas.

Escribí cada día.

Me colé en una conservera abandonada de la Ría de Muros que tenía restos de rave, pentagramas ensangrentados en las paredes y grafittis pidiendo ayuda.

Me di un baño de burbujas en una azotea de Málaga a mediodía, como un marajá.

Confirmé que las lavanderías están hechas para leer.

Enseñé a patinar a Dimi que es ciego. Le expliqué sobre su brazo la pendiente y la curva de la calle en la que estábamos y el muy cabrón lo hizo de maravilla.

Fui a Galicia tres veces y las tres se volvió la furgo en grua.

No compré nada en Amazon ni me descargue chatGPT.

Me mudé a una casa de campo, ahora veo caballos desde mi ventana y anteayer me compré una bicicleta. 

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