En la misma avenida -Commonwealth- en la que llevaba viviendo unos cuantos años, descubrieron una mañana que había un agujero de gusano. Y, aunque eso le sonaba vagamente a caja de zapatos, a hojas de morera, a capullos en un recreo de EGB, el caso es que en el número 1286, encontraron una interrupción del continuo espacio-tiempo del tamaño de una lavandería. El orificio de entrada del fenómeno se ubicaba en un establecimiento regentado por chinos, The Missing Sock. En aquella periferia, era proverbial el sentido del humor oriental y de sobras conocido el hecho de que una lavandería es a todas luces el lugar óptimo en el que blanquear dinero con ironía y espíritu cinematográfico.
Lo bueno en Comonwealth Avenue era que no pasaba nada y lo malo que no pasaba nada nunca. En el otro extremo de ese tramo de la ciudad donde la gente lo mismo dejaba caer sus guantes en invierno que su basura en verano, donde no se miraban a los ojos por miedo a los cañones o a la ofensa, a apenas unos 800 metros más al norte y, al parecer, propiedad de la misma corporación asiática se encontraba The Found Sock.
Al principio le pareció un chiste.
Ni muy bueno ni muy disruptivo, como a él le gustaba el humor y, en general, cualquier cosa, pero conforme pasaban las semanas y según se le enviudaban calcetines comenzó a interesarse por aquello. Así descubrió que, en física,a los agujeros de gusano también se les conoce como puentes de Einstein–Rosen y son hipotéticas características topológicas de un espacio-tiempo, descritas en las ecuaciones de la relatividad general, que esencialmente consisten en un atajo a través del espacio y tiempo espacio y el tiempo.
Al parecer, no era al único al que le pasaban cosas anodinamente extrañas en el área. Había mucha mitología al respecto aunque solo se hablara de ello en Chanskys, el badulaque del barrio, lugar de reunión, oprobio y plusvalía exagerada en productos de primera necesidad. Los mitos los iban entrelazando los vecinos sin demasiado rigor. Que si solo utilizamos un 10% del cerebro, que si a alguien le soplaban la polla en vez de chupársela moriría en el acto, que si las uñas y el pelo seguían creciendo después de muertos, que un agujero de gusano tiene por lo menos dos extremos conectados a una única garganta, a través de la cual la materia podría desplazarse o que la solución a todos los problemas de visado, ciudadanía y migración que él padecía, pasaban indefectiblemente por casarse con un ciudadano o una ciudadana americana.
Y él, entre respuestas ora deslavazadas ora impertinentes, no podía dejar de pensar en cosas que realmente le atribulaban, como que, en caso de que ese tal agujero de gusano fuera cierto y efectivo, qué sería mejor, ¿encontrarse un calcetín de muy lejos o de hace mucho tiempo?
Y, aunque hasta la fecha no se hubiera hallado ninguna evidencia de que el espacio-tiempo conocido contuviera estructuras de este tipo, y por eso los agujeros de gusano no eran sino una mera posibilidad teórica en la ciencia, no existía realmente un acuerdo en prácticamente ninguno de los temas mencionados, excepto, quizás, en el matrimonio de conveniencia como la forma más eficaz de resolver los problemas migratorios suyos y de cualquiera de sus vecinos que no eran sino irregulares, nomigrantes, refutriados, ilegales, repagiados…toda clase de personas sin certificar.
Como siempre había huido del compromiso marital, pues daba por hecho que era una de las formas de eutanasia del afecto, pasaban los días y sentía que la falla era cada vez más amplia, que se abría un desfiladero profundo entre él y los otros. Los otros, los demás: ese lugar del que ya ni siquiera esperaba formar parte algún día, fuera o no fuera un agujero de gusano, fuera o no fuera la interrupción espacio- temporal en el que se repetía una y otra vez la letanía de la tierra de la libertad, de la abnegación, del persevera, del si la haces girar lo suficiente, la rueda de hámster, quizás, algún día, se desprenda de la jaula.
Desde luego que esto es un agujero, pensaba del miso modo en que pensaba que cómo era posible que en apenas media milla pudieran acumularse todos los calcetines desaparecidos del tan erróneamente autodenominado primer mundo.
Ni él ni nadie encontró jamás entre las galerías que se dedicaron a excavar en los meses sucesivos, una cámara que albergara todos esos calcetines tan atomatados, tan faltos de su mojo, de su elasticidad. Era maravilloso sentirse, al menos por un momento, gusano ganador, pensó, al menos por un momento sentir que alguien o algo, estaba de su lado. Sentirse parte de una tradición en la que poder desdoblarse el dobladillo y mirar hacia otra parte al ser consciente de que llevaba un calcetín beige y el otro, fucsia. Como todo sentimiento de grandeza, fue completamente en balde.
Entonces se marchó.
Nadie supo nunca a dónde.
Tampoco él se lo dijo nunca a nadie y, aunque el vecindario especulara hasta aburrirse con que, quizás, él hubiera aprovechado el agujero de gusano para volver a casa o puede que para irse todavía más lejos y, aunque hubo quien lo imaginó viajando en el tiempo, nadie lo conocía lo suficiente como para saber si de haber tenido la posibilidad, lo habría hecho hacía el pasado o rumbo al futuro.
En cualquiera de los casos, el tema que tras su marcha se puso sobre la mesa, el que preocupaba al barrio ya no eran los calcetines perdidos o encontrados, ni las leyes migratorias, ni siquiera las hipótesis más lovecraftianas de la física, sino si soñaban las secadoras con nuestras prendas favoritas. Parecer ser que nadie conoce a nadie al que se le haya encogido nunca una camisa que deteste.