Como todo el mundo sabe, agosto termina el quince de septiembre y ya no estaremos aquí. En las curvas que conducen a la playa, se alinean unas detrás de otras las autocaravanas de alquiler rotuladas con frases motivacionales: One life, live it, Good vibes, Vitamin Sea. Dentro de las caravanas, televisión por cable, macetas con albahaca y parejas que se miran como si se debieran dinero. Peter Van, Una habitación con vistas, Don´t grow up, get bigger toys. Pedazos de hielo caen al mar derritiéndose desde las cornisas de las cumbres. La nieve color plomo se mezcla con silicona, colas industriales y poliuretano. El otoño debería estar trayendo buenas olas pero solo trae bidones y bolsas de supermercado. Debería traer una buena fuerza del oeste pero desde aquí vemos el mar y está como una piscina de bolas.
Nos turnamos para conducir siguiendo el ritmo de los muertos y las olas. El silencio de nuestras frases dice más que las palabras. Por la noche viajamos agarrados al volante. Nuestros pulmones están cansados de esconder animales bajo el pecho. Los pies sobre el salpicadero mientras que el otro conduce por el día. Nuestra vida es puro lujo. Nos lavamos los dientes, descalzos, a la puerta del furgón las noches claras por la luna. Nos enjuagamos con el agua más cara que existe —embotellada en las Fiji— la única que queda en las gasolineras saqueadas. Tenemos que darnos prisa.
—¿Qué te digo de ladrar?, ¿eh?, ¿qué te digo de ladrar?,¿se ladra?, ¿se ladra? ¡No! ¡No se ladra!— Nuestra nueva vecina habla con su perro, es decir, sola. En el campamento improvisado en el arcén, las mujeres cocinan las gaviotas que encuentran desplomadas y los hombres se echan la siesta con cigarros en la boca. Después todos se juntan a la noche para la Eurocopa. Los niños corretean en grupo entre las caravanas. Por la mañana la furgoneta de la panadera aparca junto a la nuestra avisando con tres pitidos breves. Pan recién hecho, empanada y cruasanes. Niñas en tanga con el monedero de su madre bajo el brazo hacen cola enfurruñadas. Niños gordechos nos saludan aunque anden persiguiendo gatos y al reír, lo hacen con todo.
Dormimos contra las cunetas sobre asientos reclinables. El animal que agita nuestros pulmones da vueltas sobre sí mismo. Llegamos a tiempo de bañarnos y ver la puesta de sol sumergidos hasta el cuello en un océano turbio. Surgen de la nada olas perfectas a ambos lados. Tensas y lisas como cristal soplado. Del tamaño de una mujer tranquila. Ojalá fuéramos ciegos para no necesitar la luz y poder jugar con ellas esta noche. Creemos ver una lluvia de estrellas desde la claraboya pero es un turista vaciando un cenicero lleno de ascuas.
Por la mañana nos encontramos a la chica del perro en cuclillas y con el bañador bajado junto a la puerta de su capuchina. Estamos aparcados a su alrededor, hacinados en rastrojeras y dehesas. Después de limpiarse, le reciben los ladridos de su perro. Le pone la correa de castigo y le pega puñetazos en el morro hasta aburrirse. Viene a teletrabajar y habla muy alto. Es broker o mina cripto. El silencio que se queda es de gatos husmeando en la basura.
El neopreno es nuestra piel. Ceñido al cuello y los tobillos, completa la epidermis y cubre las marcas de los animales escondidos del pulmón. Coger olas es nuestra forma de nostalgia. Por eso hemos decidido no entrar más al agua ahora que la bahía recoge conejos muertos, neumáticos manchadas de sangre y fardos de cocaína empapada. Sin embargo, los picos están llenos de chicos con tablas fluorescentes y cámaras en las muñecas. Creen buscar lo que se oculta entre ola y ola y entre ola y mar, pero encuentran sus propias imágenes con los dedos levantados en señal de victoria.
Les gustan las vistas desde el quitamiedos. Al compararlas con los edificios que ven de sus casas a diario se sienten salvajes, pero se desorientan por el paisaje boscoso. La lluvia les gusta, pero no ven las hileras ordenadas de eucaliptos en la ladera. Ni la pulcra franja que forma el cortafuegos alrededor de la tierra negra en el simulacro del bosque. El eucalipto crece rápido. Su tronco es codiciado por las madereras aunque la forma de su hoja propicie la expansión del fuego. Sus púas transportan esporas o llamas.
Nuestra vecina ha organizado una batida para linchar a los ancianos belgas y conseguir su plaza de aparcamiento. Pilas de neumáticos esperan a que se les dé lumbre. Al lado se forma un corrillo buscando información. Al parecer, un trozo de tierra se está desprendiendo del continente y fluirá a la deriva hacia el oeste. Al parecer hay una nueva app para poder seguir la ruta de los yates de los millonarios en sus vacaciones de verano. Resulta que la nueva isla se está gestando exactamente aquí, donde nos encontramos debilitando y consumiendo el vigor de cada piedra. Dejamos poco a poco de formar parte del continente. Todo parece igual que siempre hasta que llegas a la incorporación de la AG-7 donde flotan botellas vacías y cuerpos bocabajo. Grietas de alquitrán de un arcén se deshacen en una línea discontinua hasta meterse de lleno en el mar rodeado por fragatas. Pronto seremos esa isla a la deriva. No pisamos tierra firme. Las diez mayores fortunas del planeta han decidido pasar sus vacaciones bordeando nuestra isla con sus yates. Sus helicópteros arrugan la superficie del agua cuando se nos acercan.
Será difícil que volvamos a casa. Las carreteras están cortadas y nos sobrevuelan drones de distinto logos y tamaños. A veces emiten mensajes por megafonía y otras, echan paquetes con garbanzos y briks de leche que nos llueven como ladrillos. Aunque volver a casa sea una forma de cautividad, la concha de un mejillón vacía, la gente quiere volver a casa a tiempo para la catástrofe. Hacen sentadillas apoyándose en los portabicis de los portones traseros. Han venido a estar en forma. No saben escuchar el mar. Bolsas de plasma vacías ruedan a merced del viento. Hay niños despiezando ciervos en las duchas de la playa y regueros de hormigas rojas llevando espinas de pescado que se pierden por las dunas entre tábanos y moscas. La pestilencia de las aguas negras vaciadas sobre la carretera es permanente aunque, y esto es importante, los olores no salen en las fotos.
Cada trueno invita a fumar y a olvidar los presagios. Todo giraba en torno a las mareas hasta que el arco iris ha empezado a compartir el cielo con rayos, granizo y tifones con las temperaturas más altas desde que existen registros. Una familia con siete hijos y un hurón se arregla. Hacen dominadas embadurnados en margarina. Miran a las cámaras de los helicópteros compartiendo experiencias, stories y ukelele. Los extranjeros nos llevan una enorme ventaja en cuanto al respeto al suelo que pisan. Anudan los condones usados antes de tirarlos por la ventanilla y enganchan con estilo fulares de papel higiénico en los matorrales.
—Agosto—dice la vecina. No sabemos su nombre pero no importa, ahora que prende la playa —Yo agosto— nos dice, y nos bosteza en la cara. Nuestra isla se ha desprendido del todo. La arena tiene el tamaño de los granos de arroz. El suelo de la bahía es de colores por el plástico que la compone y la mantiene suspendida en el vórtice de las corrientes oceánicas, haciendo que cruja la arena al arder.
https://www.quantumprose.org/the-green-flash-book-page
August
As everyone knows, August ends on September the fifteenth and we will no longer be here. Along the winding curves that lead to the beach, rental motorhomes plastered with motivational quotes like “One life, live it”, “Good vibes”, and “Vitamin Sea” line up one after the other. Inside the caravans, cable TV fills the silence, potted basil wafts through the air and couples stare at one another as if they owe each other money. “Peter Van”, “A room with a view”, “Don ́t grow up, get bigger toys.” Chunks of ice break off the peaks and cornices into the sea. The lead-colored snow is mixed with silicone, industrial glues and polyurethane. Autumn should bring good waves but it only drags in rusty cans and grocery bags. It should bring a good swell from the West but from here the ocean looks just like an inflatable ball pit.
We take turns driving as we follow the waves and the rhythm of the dead. The deafening silence speaks louder than our words. At night we travel, clinging to the wheel. Our lungs are tired of hiding creatures under our chests. Feet on the dash while the other drives for the day. We’re living the life, kid. We brush our teeth, barefoot, at the door of the van on moonlit nights. We rinse with the most expensive water in existence, bottled in Fiji, the only one left in looted gas stations. We need to go.
—What did I say about barking, huh? What did I say? Do we bark? Huh? Do we bark? No, we don’t! —Our new neighbor talks to her dog, in other words, alone. In the makeshift camp on the shoulder of the road, the women eagerly cook the seagulls that have dropped dead and the men take their naps with cigarettes in their mouths. Then they all get together at night for the Eurocup. Groups of children run between the caravans. In the morning the bakery van parks next to ours, signaling its arrival with three short beeps. Freshly made bread, empanada and croissants. Girls in skimpy thongs with their mother’s purses under their arms stand in line sulking. Chubby children greet us as they chase cats laughing and gasping for air.
We sleep parked against the gutters with our seats reclined. The creature jostling our lungs turns on itself. We arrive in time to swim and watch the sunset, neck deep in the murky ocean. Perfect waves rise out of nowhere in both directions. Taut and smooth as blown glass. Easily the size of a calm woman. If only we were blind, so we wouldn’t need the light and could play with the waves all night. We think we see shooting stars from above, but it turns out to be a tourist emptying an ashtray full of embers.
In the morning we find the same girl with her dog squatting by the door of her lodging with her bathing suit around her ankles. We are parked beside her, jam-packed in the stubble and meadow. After wiping herself clean, she is greeted by the barking of her dog. She ties the punishment leash around him and punches his nose until she gets bored. She is here working online and she speaks very loudly. She ́s a broker or a crypto miner. The silence that remains is of cats sniffing through the garbage.
Wetsuits are our skin. Tight at our necks and ankles, they complete the epidermis and cover the marks of the creatures hidden in our lungs. Catching waves feeds our nostalgia. That is why we have decided not to enter the water anymore now that the bay collects dead rabbits, blood-stained tires and bales of soaked cocaine. However, the line-up is full of kids with fluorescent boards and cameras on their wrists. They believe they are looking for what is hidden between wave and wave or between waves and the sea but, they just find their own image with their fingers raised as a sign of victory.
They like the views from the safety rails. They like them better than the buildings they see from their homes every day. They feel wild yet disoriented by the wooded landscape. They like the rain, but they don’t notice the orderly rows of eucalyptus trees on the hillside. Nor the neat stripes that form the firebreaks around the dark soil in the simulated forest. The eucalyptus grows fast. Its trunk is coveted by loggers but the shape of its leaf favors the spread of fire. Their spikes carry spores, or flames.
Our neighbor has organized a raid to lynch the elderly Belgians in order to get their parking space. Piles of tires drenched in gas wait for a light. Next to it, a group forms looking for information. Apparently, a piece of land is breaking away from the continent and will drift West. Apparently, there is a new app to follow the trail of the millionaires’ yachts on their summer vacations. It turns out that the new island is emerging right here, where we find ourselves weakening and consuming the vigor of every stone. Little by little we ceased to be part of the continent. Everything seems the same as always until you reach the AG-7 exit where empty bottles and face-down bodies wash ashore. Tar cracks on a shoulder road dissolve in a discontinuous line until it plunges squarely into a sea of frigates. Soon, we will be that drifting island. We are no longer on solid ground. The ten largest fortunes on the planet have decided to spend their holidays bordering our island with their yachts. Their helicopters ripple through the surface of the water as they approach us.
It will be difficult for all of us to return home. The roads are closed and drones from different companies fly over us. Sometimes they broadcast messages over the public address system and other times, they throw out packages with chickpeas or cartons of milk that rain down on us like bricks. Although coming home is a type of captivity, an empty mussel shell, people want to get home in time for the catastrophe. They do squats leaning on the bike racks at the tailgates. They came all the way here just to stay in shape. They don’t know how to listen to the sea. Empty plasma bags roll at the mercy of the wind. There are children butchering deer in the showers on the beach and trails of red ants carrying fish bones that get lost in the dunes among the horseflies. The stench of the sewage dumped on the road is permanent although, and this is important, the smells won’t come up in a photo.
The thunder invites us to smoke and to forget the omens. Everything revolved around the tides until the rainbow began to share the sky with lightning, hail and typhoons with the highest temperatures since records exist. A family with seven children and a ferret gets all dressed up. They do pull-ups smeared with margarine. They look for the helicopter cameras to share their experiences, stories and ukulele songs. Foreigners have a huge advantage in terms of respect for the ground they walk on. They tie up used condoms before throwing them out the window and stylishly hook toilet paper scarves to bushes.
—Trash— says our neighbor. We don’t know her name but it doesn’t matter, now that the beach is burning —I trash—she says, yawning in our faces. Our island has completely broken off. The sand is the size of rice grains. The floor of the bay is colored by the plastic that composes it and keeps it suspended in the vortex of ocean currents causing the sand to crackle as it burns.