Aún no se ha hecho de día en la Tramuntana, esperamos bajo gorros de lana. En Mallorca a esas horas, en diciembre, hace un frío del que nadie sabe demasiado. Nuestras chicas han decidido no madrugar pero se reunirán con nosotros a mediodía. Sin mujeres, sólo hombres pasándose una botella de mesclat (palo&cazalla) de mano en mano. El vaho emborrona las caras mientras aparece el matançer. Es clavado al carnicero de Delicatessen. Grande, gordo, fuerte, repeinado hacia atrás. Con sonrisa impúdica pide que lo traigan. Yo estoy aterrado como buen chico de ciudad que se apunta a un bombardeo. El bicho camina confiado hacia un garaje. Alguien pregunta si vendrá el veterinario. Los demás ríen mientras acepto el palo y la cazalla en ayunas. Una descarga eléctrica es fea, el animal sufre más y arruina la carne, dice un pagés con bigote nada hipster.
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En el garaje el cerdo sigue tranquilo, sólo cuando le cogen los cuartos traseros para encadenarlo comienza a gritar, reconoce el olor a otros cerdos en las manchas oscuras del suelo. Todo es muy rápido, preciso. Enganchan la cadena a un garfio, tiran de una cuerda con polea, el animal se balancea por el miedo suspendido bocabajo mientras el matarife escoge cuchillo de la tela negra desplegada sobre un bidón.
El corte es limpio, clínico, bien calculado, de ejecución perfecta.
Ese grito no se olvida.
El grito se pierde en las faldas de la sierra. El cuchillo sale del cuello y con él todo el fluido negro. Pese a las primeras luces del día, espeso, bien digno. Entonces esperamos. El matançer fuma un cigarro, la botella se vacía, el interior del animal también. Cuando ya no queda una sola gota en su organismo se le quema el pelo con un soplete. Se le tumba en la hierba y el cirujano afila otro instrumento para continuar. Es una lección de anatomía, un cartel de despiece en un mercado. Las partes salen limpias, elegantes casi. El costillar entero, las tripas secas, los cuartos, la cabeza. Poco a poco los demás acatamos instrucciones. Unos llevan la carne, otros las vísceras, otros se encargan del balde metálico con toda la sangre. Se respeta al difunto, hay silencio, no se fuma, ahora no hay chistes.
Todo se traslada en un par de coches a una casa dónde la madre del matançer espera con las especias. Dispone y manda. Los peones zumbamos alrededor, pero sólo la reina de la matanza manipulará la mezcla que una vez curada será la sobrasada más maravillosa jamás degustada. Toda la vida haciéndose así. Mientras la matançera refunfuña para que le alcancen otra de mesclat, cortamos los trozos de intestino en los que se envuelve la sobrasada, lo cosemos con agujas gruesas y cordura de cocina. Alguien se incorpora al grupo, no parece haber dormido y comienza a preparar frito mallorquín mientras todo continúa.
El frito se hace con hígado, con magro y panceta. Se acompaña de ajos, cebolla y pimiento. Se almuerza en muchos bares en Mallorca, ninguno tan suculento como el que probaremos en un par de horas, hecho a fuego lento. La carne cruda, aún caliente, humea al ser cortada para echar a la sartén. Es otra cosa. La receta. Se hace así.
Antes de que todos creamos que el pollo es un ser plegado que habita en bandejas blancas de cámaras refrigeradas, podríamos conocer el origen de lo que untamos en nuestros panes. Un origen salvaje y ritual, primario y sangriento, contradictorio.
Humano.
-Texto con el que acabo de colaborar con STOMAKO (Cocina para dummies y otros aliños), ¿Aún no has saboreado su página?-