Las orejas de Edvard

Por Hugo Clemente
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Buscaba perderme, que sucediera algo, sentir o pisar charcos, averiguar en que galería de mi memoria andaba atrapado el segundo viernes del año, y pasé por el Thyssen. Echaban Too Munch. El título tiene años de cárcel y no me acordaba de que todo se parece demasiado, así que entré. Colas, seguridad, merchandising. El museo conmemora la exposición del autor noruego vendiendo tablas de skate serigrafiadas con uno de los grabados que desembocó en El grito. Probablemente en madera mal encolada o probablemente sobre siete laminas prensadas de arce canadiense. A veces se me olvida que casi todo se basa en la falta de respeto.

Cartel de sold out en la puerta. Cola para pedir hora a una cajera con ojos secos y lejos, de instagramer. Me dio una entrada para mañana y pude elegir la hora. La he guardado en la cartera como si fuera la de Motörhead o Bowie, como si no pudiera esperar al musical.

Me pregunté si tanta gente sentía en este pueblo verdadera devoción por Munch y ella contestó que no, que sencillamente la expo acababa el domingo y que la cosa iría a peor según avanzara el fin de semana.

Salí a través de la tienda de regalos. Sorteé  un tumulto de caminantes con New Balance y varios dispositivos anti hurto. En un tercio de la tienda se vendían gritos en cubiertas de cuadernos, en fundas para cascos, en bolsos, en patinetas y en tazas, en miles de tazas. La taza (pronúnciese mug), es la piedra angular del merchandising, la insignia y el buque.

Too Munch. En las tazas también ponía Too Munch, como podría haber puesto al mejor padre del mundo u odio los lunes.  A la sustitución anglófila de una frase hecha, se le suma el aliciente de poder envolver tu taza allí mismo en papel de burbujas, lista para ser facturada en cualquier vuelo.

 

 

«No pinto lo que veo, sino lo que vi.»

 

 

Con esta frase de Munch arranca la exposición y  la distancia que nos separa de él, empeñados en hacer fotos en lugar de no hacer nada.

La exposición el 15 de enero es mitad romería, mitad fila de comedor de colegio. La gente viene aquí a charlar porque ya es viernes. Hablan de sexo fósil en relaciones fallidas, en follamigos y en fallas tectónicas. Nos acercamos a los cuadros imitando la función lupa de Photoshop, nos acercamos tanto que se nos van de campo mientras pedimos permiso para abrirnos hueco en la cola y acercarnos en busca del trazo revelador o de asentir mucho con la cabeza, y eso es justo a lo que se dedica Munch, a mostrarnos la ansiedad tan irritante de nuestra vida moderna.

Los nombres de las obras son muy buenos. La serie de La niña enferma incluye, y no se por qué lo hace en inglés, Death in the sick room, de 1896. Los guías del museo, no tan buenos. Uno de ellos sostiene que Munch tuvo depresión y apunta que en esa época y con esa precariedad, ¿quién no la hubiera tenido? Acto seguido, la guía de al lado desmiente totalmente cualquier rastro de enfermedad mental en el artista. La última versión de La niña enferma, de 1900, está firmada dos veces.

La cola se ralentiza frente a los grabados con los que preparó El Grito. Las orejas en Munch, o más bien sus ausencias,  definen a sus personajes. El hombre de Melancolía representado una y otra vez en grabados, apuntes y pinturas, aparece con el rostro apoyado en la mano, tapándose la oreja. El hombre de El grito, el del grito ahogado, y los desnudos femeninos más desesperados, también se las protegen. Si Van Gogh no se hubiera deshecho de la suya, las orejas que habrían perdurado en la historia del arte serían, obviamente, las que ocultan las pinturas de Edvard Munch.

A la salida, en una especie de fotomatón puedes seleccionar cualquier .jpg de lo que has visto, elegir un tamaño que encaje en la pared escogida de tu vivienda, enmarcarlo en diferentes estilos, pagar un importe de tres cifras  y esperar a recogerlo, o si no, por un pequeño suplemento, también te lo envían a casa.

 

 

 

 

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