Cantas con la boca cerrada, descalza, bordeando la piscina. Tarareas un estribillo, no sabría decir de qué canción, apenas se te nota.
Llevas un traje de baño oscuro, de una pieza. Es viejo, a la altura del ombligo el tejido ha clareado. No es feo pero tampoco es justo, ni con tus curvas, ni con los ojos que te siguen. Tu cuerpo quizás sólo encaje en un bikini negro o comedido. Mate y suave. Un culotte y una parte de arriba que sujete bien mientras nadas, pero tú hoy llevas un bañador entero que nada tiene que hacer frente al escándalo en el que terminan tus piernas.
En el aire, con los brazos extendidos y las manos formando flecha, describes un arco de delfín dispuesto a pasar por un aro.
Desapareces bajo el agua y cuando empiezas a cortarla, cuando te pones a nadar, me tiro y te sigo.
Nadas a crol por eso tu culo se contrae transmitiendo la energía necesaria para que tus pies se muevan como aletas. Las piernas arriba y abajo, vías de tren que impiden por momentos ver el empeño de tus nalgas y que algunas veces dejan a la vista el motor con el que avanzas.
Cuando llegas al borde de la piscina yo ya me he echado a un lado. Giras con una voltereta a la que le sigue tu pelo oscurecido bajo el agua con gesto afectado de medusa.
Me pasas de largo y estás nadando a braza. Te sigo de cerca. Me sincronizo a tus brazadas, a los conjuntos imaginarios que trazan tus piernas al abrirse y empujar. Casi al lado tuyo puedo ver lo que tu bañador no esconde. Toda tú abierta de nuevo, tijera vencida, hasta que vuelven a juntarse las piernas en tu nado.
Antes de alcanzar el otro extremo de la piscina, al punto exacto desde el que te has tirado de cabeza —desde donde te sigo— acerco mi boca para que choque con la aspereza de la lycra de tu bañador. ¿Es que la piel del melocotón no se pierde en los bocados?
Tu primera reacción: cerrar las piernas. Así huyen los pulpos, pero suelto una bocanada de aire contra ti, contra tu sexo y las burbujas que genero te apaciguan y te abres de nuevo. Mi lengua pasa bajo la lycra y, a pesar del cloro y de los haces de sol que atraviesan la piscina, degusto la tinta transparente que se forma en torno a ella. Sabe a Mar y me la trago. Si fuera negra, haría lo mismo.
Apoyada en el bordillo con ambas manos, miras a ambos lados y me agarro al clavo ardiendo del reverso de tu carne por ambas nalgas. Aparto con los dedos el bañador y te beso, beso tu vulva como tú te chupas a veces los nudillos.
Distorsionada a través del agua, veo como se te agrandan los ojos ahí afuera, en la superficie, mientras trato de llegarte al culo arrastrando en tu piel mi boca abierta. Si no flotaras, si no fuera agosto y si mi cara no estuviera entre tus caderas y el cruce de tus rodillas, parecerías una india sentada o un faquir. Allí encerrado pienso que sí, que te compraré un bikini veinticinco aniversario dentro de treinta y nueve días.
Sueltas una de las manos del bordillo así que nos hundimos de golpe. Eso te hace abrir los ojos y, al ver que la vida sigue en la piscina, metes la mano bajo el agua y tratas de apartarme la cabeza hasta que te das cuenta de que de eso nada. Contrariada y hambrienta me llevas de nuevo contra ti, contra tu ombligo, contra tu entrada y removemos con saña el agua que se enturbia de tu tinta. Las últimas burbujas salen por mi nariz y me revuelvo buscando el claro. Ese descosido por donde desgarrar tu bañador de un tirón, con estas manos.