Hay un oficina de objetos perdidos en cada traducción. También un cámara acorazada repleta de hallazgos. La puerta blindada que hemos volado, aún da vueltas suspendida en el aire del cuarto.
Lo más difícil a lo que nos hemos enfrentado, hasta ahora, ha sido a traducir quitar lo bailado a cualquier otra frecuencia de onda corta. Ya se considera como una de la grandes bajas en nuestro conflicto español-inglés. Lo más hermoso fue ver cómo en la geografía de un texto que una vez poseí, se dibujan nuevos valles y riscos con todo el carácter, emancipados en el momento de darse a luz.
He tardado más de un año en cotraducir una novela que escribí hace ya tiempo, así que escribo esto desde la parte más dura de mi cara. Cotraducir es encargarle a alguien una labor exquisita y precisa, para dedicarme a echarle por tierra, frase a frase, cada momento en que le pierdo el pulso a lo que escribí y ya no escribo, a su recuerdo, a la ilusión de cómo se vería aquello en inglés.
Los textos, al tiempo, se vuelven manos de alguien al que quisimos de más. Una vez sobrepuestos, agarramos esas manos con el cariño lejano de un tío en América. Ya no late el estómago, a cambio, todo se llena de detalles que no reconozco, que ni quiero, ni pienso discutir. Soportar una distancia es hacerla insalvable.
Un año de sutura y colirio para no perder ni un detalle de la desintegración arborescente que ocurrió en nuestras mesas. Un año de preguntas y espejos, de recolección de adjetivos: lo bobo que fui, lo a tumba abierta y lo ingenuo, lo obvio y lo imbécil. También lo cierto o lo honrado. Un año mirando hacia lo que me ha traído hasta aquí: escribir como puedo, como sé, como me da la gana.
Ruego a Peter Ramos Mohorovski me perdone por no haber seguido adelante tras proponerle la idea, descabelladísima, de que podríamos traducir 246 páginas en un momento. Teníamos prisa y yo uno -o ningún- presupuesto. Conocemos el final para este tipo de historias. Le doy las gracias por abrirme los ojos, por llenármelos de arena y criterio, y señalar mi estrabismo.
Conocí a otro Peter. Un Peter callado, un Peter oculto en la antesala de un bosque, un Peter tranquilo. Un tipo que no ha dado una sola frase por sentada hasta haberla sentado él mismo, ni su brazo a torcer, salvo en caso puntuales de fracturas abiertas, que me ha exigido todas las explicaciones, que ha practicado el más afilado psicoanálisis textual para presentarse, la otra tarde, con una carpeta humeante de páginas nuevas y limpias, inspiradas en el desorden concreto de los 216.530 caracteres que formaban esa historia que, una vez, me quitó mucho el sueño. Conocí a un traductor.
Hasta donde sé, un traductor es esa variedad de escritor cuyos dos sentidos principales están hiperdesarrollados: el oído para escuchar la verdad de los traducidos bajo el ruido y el ego, y la vista para poder encontrar su nombre en los créditos, en el reverso de una página, a ese tamaño de fuente imperceptible al ojo humano.
Gracias Peter, te ha salido un libro precioso.
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Leerte es como frotar el hipotálamo con una lija del 8.Gracias por componer una palabra tras otra.