Kilómetro cuatrocientos

Por Hugo Clemente
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No he recorrido una distancia mayor en los últimos meses que la que separa la embajada americana en Madrid de la Biblioteca Nacional en la calle Recoletos. Ese kilómetro cuatrocientos, según Google Maps si haces la ruta andando, explica más de nuestros días que esta ola de calor que nos mantiene desnudos en casa.

A los Estados Unidos, desde Madrid, se llega por la calle Serrano.  Conozco bien la embajada y, además de gestionar cada vez mejor mi angustia, sé que no puedes entrar con mochila, no vaya a ser que saltemos por los aires. En los bares aledaños ya no se admiten bultos de solicitantes asustados  a los que se le está pasando el turno en la cola mientras tratan de que algún camarero se haga cargo de su mochila porque no leyeron la letra pequeña de una web oficial de arquitectura escarpada. Los americanos lo tiene claro, el riesgo se reduce eliminándolo. Tampoco puedes entrar con el móvil, pero al menos te lo guardan en una consigna una vez apagado.

También sé que cuando se nos chilla para que formemos una fila ordenada en el exterior de la embajada, lo hace una señora de Badajoz y que el policía nacional que apunta al suelo con la metralleta cuya culata acoge discreta un adhesivo de nuestra bandera, tiene orden de disparar contra súbditos españoles en caso de que las cosas se tuerzan. Voy con una bolsita de plástico, no sé entrar a ciertos lugares con las manos en los bolsillos. En ella llevo unos papeles dignos de llamarse salvoconductos emitidos por la empresa que me contrata y patrocina mi visado, el pasaporte y el justificante de los 150 dólares que, una vez limpias el polvo y la paja es básicamente el dinero que le cuesta a uno entrar a la embajada.

Dentro no han actualizado el software: Hilary Clinton dice en una pantalla plana que los empresarios se distinguen por crecerse frente a las adversidades, que están aquí para mejorar el mundo. Nos toman las huellas de cada dedo de las manos, hacemos otra cola, esperamos y nos preguntan con inquina para ver si resultamos sospechosos o nos trastabillamos con las respuestas. Creo que cada vez lo resulto menos, aún así me sorprende que en apenas una hora y media acepten mi visado. Con alivio, sí, pero sin pasaporte.

Una embajada representa a un país y, este, declara sus intenciones desde ella ¿Hay algún otro supuesto aparte de ser refugiado, terrorista o que tu país está en guerra en el que alguien, o algo, o algo en representación de algo se quede tu pasaporte sin darte si quiera un resguardo durante unos 5-7 días lectivos?

Con flojera de extracción de sangre en ayunas y sin nada mejor que hacer  camino Serrano abajo, cruzo Colón y cuando estoy junto a la entrada de la Biblioteca Nacional abrumado por sus estatuas, empiezo a subir peldaños. Recuerdo toda esa madera y el silencio, había olvidado los arcos de seguridad. Dejo mis enseres con trazas de metal en la palangana y me pregunto si no me estaré haciendo adicto a esto. Los agentes ni llevan chaleco antibalas, ni son funcionarios del estado. Me ponen una pegatina en la que dice lector en la pechera y eso, a mí, que quieres que te diga…

Resulta que tengo un carné que nunca pasé a recoger y que también puedo sacarme uno de investigador. Todo sigue vetusto y lento y de uno de los mostradores sale un hilillo de Radio3. La administrativa es amable, amable de verdad, sin dobles lecturas, sin preocuparse ni un segundo por cualquier sombra de mi pasado. Con el carné en el bolsillo paso otro control. La madera cruje tal y como lo recordaba. Hay más tatuajes y shorts entre los asistentes, pero el reloj de la primera sala de lectura sigue hipnotizando a los lectores como si oscilara de lado a lado de la sala. Leo, escribo, consulto, y me voy. Se me había olvidado que hay otro control a la salida, así que salgo silbando con las manos en los bolsillos y los apuntes bajo el sobaco. Me paran dos vigilantes de seguridad tras su mesa de metacrilato. «Espere la cola» dice la más castiza mientras la más caoba cuelga el teléfono. Entre las dos me explican lo estrictos que son en estas dependencias. Lo demuestran abriendo mi carpeta y mi cuaderno, mirando si hay algo oculto entre las hojas y marcando los acentos que suelo olvidar cuando escribo a vuelapluma. Terminan la inspección mientras me llega una brisa en la nuca, alguien está pasando una hoja en la sala de lectura. Cuando me despido la más castiza dice «civilización» y la más caoba «o barbarie».

 

 

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