Ella también mató un gato

Por Hugo Clemente
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Ella también mató un gato. Era común en el pueblo. Primero las madres les echaban de comer y ponían platitos con leche. Los gatos se confiaban y se exhibían en las repisas de las ventanas y maullaban fanfarrones por la noche, consiguiendo muchas veces una ración extra, o dormir bajo techado. Así en el pueblo, en todos los pueblos, crecían gatos sanos y malcriados.

Maullaban tendiendo a infinito, pensando en otra cosa. Manteniendo una letanía chirriante, capaz de traspasar fronteras de madera o vidrio a las horas más oscuras y quietas. De niños pasábamos el verano jugando con los gatos, vistiéndolos con disfraces, transformándolos en monstruos de la selva para nuestros juegos, haciéndolos bufar y corriéndolos hasta que se encaramaban a algún árbol. El verano iba, y venía después. Empezábamos a ser niños grandes, y  nos acercábamos un poco más a las chicas, como desganados, que  aunque ya no eran tan tontas nos arrasaban al sonreír. Olían mejor que nada en lo que hubiéramos metido las narices nunca. Concursábamos a ver quien meaba más lejos, quien tiraba la piedra más gorda a la farola  para estallarla, o quien tenía mas saña dentro. El caso es que los queríamos. Las criaturas vivas dispuestas a nuestro alrededor se convertían, para regocijo del cosmos, en cómplices y victimas de nuestro sadismo imberbe. Los gatos se llevaban la peor parte. Abundaban por los bancales de los abuelos, dóciles, fáciles de engañar y, sobre todo, muy blandos. Estaban por todas partes y nuestros pequeños cerebros exprimían su ingenio a favor de la sangre. Los estampábamos contra las paredes, los tirábamos al río en cajas cerradas, como llevaban haciendo años los más ancianos, los rellenábamos de petardos por el culo y la boca, e iluminábamos las mechas. Todo era poco. Los lanzábamos al otro lado de las vallas de cuidadoconelperro, o los dejábamos caer desde buena altura a concreteras de cemento fresco. Nunca nos cansábamos y pasábamos así el verano mientras el olor de nuestro sudor de hombrecitos maceraba. A veces dejábamos que las niñas nos siguieran convirtiéndose en testigos. Nos pavoneábamos cuando nos insultaban porque a ellas, en el fondo, parecía excitarles.

No quería, pero también mató un gato. Su propio gato. De ciudad y compañía. Desde que había llegado, añoraba los olores y los horarios y en cierto modo las tiernas salvajadas del pueblo. Los callos en las manos y el aroma de los vecinos a chasca de las estufas de las cocinas. La ciudad aún le resultaba sofocante y aséptica. Vivía bien y había venido por su propio pie. Quería casi todo lo que  había podido ver desde el pueblo en los anuncios. Por eso se fue sin decir demasiado. Por eso también alquiló una casa y encontró un trabajo, lo mantuvo, conoció a algunas personas y compró montones de ropa que no olía a hoguera. Pero le faltaba algo. De haber podido, habría plantado un algarrobo en el macetero del portal, pero no pudo. Pensó en una vaca, un asno, una piara y un perro.  Pero un perro de verdad, cuyo lomo alcanzara una altura superior a su rodilla. Parecía una buena solución. Ahora bien, tendría que condicionarlo a unos horarios tan estrictos como los suyos propios de oficina. Tres minutitos y medio antes de las seis cuarenta de la mañana. Aguas mayores y menores, y una carrera en pos de alguna piedra lanzada mientras observa el reloj de la muñeca. Arrastrarlo del cuello para casa. En casa hay que protegerlo todo para que no lo pise o no lo muerda, para que no lo viva. Que se porte como un jarrón. Después de las cinco, corriendo para casa otra vez, porque si el perro controló su vejiga  durante tantas horas habrá que premiarlo con un  paseo por el parque, y si no la controló, se le baja igual.

Su gato era distinto. Blanco y grande. De pelo largo y débil. La casa estaba llena de bolas blancas que se ocultaban tras las puertas o bajo los muebles y que se asomaban al pasillo en cuanto cogían confianza. Se notaban en tu ropa cuando venías de su casa. Siempre fue distinto. Se lo regaló una vecina que estaba decidida a sacrificarlo. Fue indultado cuando se encontraron en el rellano, ella abrigándose para abandonar el portal y la vecina ya abrigada, armada con una bolsa de basura aun plegada y el gato cogido del pescuezo, trémulo. De pequeño era tan lindo y hermafrodita que ella decidió que tendríauna gatita. Le gustó, pero no le hizo mucha gracia la gata ya adulta maullando toda la noche mientras le rondaban los gatos del barrio. En cambio, se entusiasmó cuando pensó en la camada de gatitos blancos en una cesta de mimbre en algún rincón de la casa. La llamó como a alguna reina guerrera y la trato como una dama merece hasta que un día, una amiga comentó el hecho que venía observando durante toda la merienda

-Pero ¿tu has visto que huevazos tiene la gatita?

Constatado el hecho, comenzó a tratarlo como un gato. Los arrumacos y piropos fueron sustituidos por un ratón de juguete para que afilara sus uñas y cierta condescendencia si desaparecía toda la noche, aunque seguiría llamándolo Xeena. Quizá fue por eso y porque atravesó una pubertad larga y fragosa, o porque fue entonces cuando yo aparecía en aquella casa alguna tarde y me iba por la mañana, pero nunca me entendí bien con aquel gato. Son territoriales y también saben distinguir el sexo de las personas sobre todo si se acercan a ellas con el sexo aún humeante. Macho o hembra, rival o anfitriona. Puso todas las trabas a su alcance para evitar nuestraa intimidad. En el dormitorio aguardaba a que cualquiera abriera la puerta para meterse corriendo debajo de la cama en un rincón inaccesible y equidistante de cualquier lado del que te asomaras cuando tratábamos de sacarlo de ahí. Tenía un camastro hecho con sus propios pelos bajo los muelles del colchón. Una vez desistíamos, reanudábamos nuestros quehaceres en la cama. Hablar apoyado uno en el otro, tomarnos, fumar, escuchar lo que la música trataba de contarnos, hacernos cosquillas. Para cuando nos dábamos cuenta, otra vez estaba el gato con nosotros sobre el colchón, ejerciendo de mediador, de anticonceptivo  peludo y blanco. Tratábamos de ignorarlo, pero él, aprovechaba para organizar tríos con nosotros. Podías sentir su cuerpo caliente y forrado contra tu pierna desnuda. Una vez y dos y tres, me arañó el culo cuando lo tenía al descubierto y con sus bocados nos ayudó con frecuencia a que el otro se corriera. Después, cuando nos quedábamos flojos, vigilaba de cerca. Me mordía el brazo sin otra razón que los celos. Se subía a la parte más alta del sofá y quedaba allí inmóvil, disimulando como un gato de escayola. Cuando mi atención se perdía y giraba la cabeza, a lo mejor para decirle que estaba más bonita que nunca, él me arañaba la frente de un zarpazo certero y rápido, quedándose inmóvil de nuevo mirando el horizonte. No nos gustábamos y lo sabíamos. A veces de un golpe certero, pero lo suficientemente seco, le hacía desplomarse del brazo del sofá, con cara de coyote engañado otra vez por el correcaminos, cuando allí se hacía esfinge egipcia y se dejaba dormir. Caía panza abajo después de una maniobra arriesgada y tan aturdido que no sabía ni mirarme. Era un gato loco, quizás no fuera un gato.

Antes de que ella lo matara, había gastado alguna vida, aunque nunca se hizo nada. Una vez de pequeño, cayó desde casa de la vecina que se lo regaló. Un quinto piso que daba al patio interior, terrero. Una caída desde allí sería mortal y así se lo hizo saber la vecina, pero un toldo ejerciendo de red para trapecistas, le había salvado de una muerte segura Ella vivía en un séptimo con balcón a la calle.  De su caída le quedaron un par de secuelas. El gato se mostraba paranoico inseguro y desconfiado, parecía humano. Como un perro malcriado. Movía el rabo para decir que estaba contento. Se paraba cualquier rincón de la casa y después corría persiguiendo algo que nosotros nunca vimos, durante horas.

No diré que fue culpable, pero sí que el gato se alegró mucho cuando nos separamos. No le hizo falta corroborar con el paso de los días que yo ya no volvería a dormir por allí. Lo supo por el olor de su dueña,  un poco más agrio y quizás por algunos silencios. Ahora rebañaba los restos de comida de un solo plato abandonado en el fregadero.  Aunque no sé si llegó a llorar mi ausencia, ella también comenzó a quedarse quieta en los sitios más insospechados de la casa y luego se ponía a perseguir algo por la casa que yo nunca llegué a ver.

Lo sé porque yo también la perseguí durante un tiempo. Ya no quedaba nada como para querer algo con ella, pero no me había acostumbrado a pasar tanto tiempo sin mirarla, sin ver su casa,  cuestionar su rutina, o malgastar su tiempo. Ahora prefería malgastar el míos paseando por sus calles, mirando de reojo su balcón en las alturas. A veces se asomaba y otras veces era el gato que miraba hacía donde yo estaba con precisión, desde la terraza. Mientras conviví con ellos procuré hacerme amigo del gato, sobre todo cuando ella no estaba. Ganarme su confianza me habría evitado algún problema. Era imposible, estaba dispuesto a echarme de su territorio. Cuando ella no estaba, el gato parecía relajarse un poco, al menos no me atacaba abiertamente, pero me asustaba erizándose cada vez que yo iba de una habitación a otra, o me seguía a todas partes sin dejar de mirarme fijamente,  siempre urdiendo un gatuperio. Salía del baño y ahí estaba de nuevo, sentado, con su cola recogida en torno a su patas traseras,   tratando de que tropezara con él y me diera un  golpe que me dejara en el sitio. Si intentaba echar una siesta o leer un poco, se ponía a  maullar lento y pesado como un réquiem que nunca varia, que nunca acaba. Por eso cuando agotaba mi paciencia que, a decir verdad, era cada vez menor, lo agarraba por la panza y lo bajaba del sillón con saña. Lo tiraba en vez de dejarlo caer. Un par de veces lo lancé contra la pared con fuerza contenida para que recuperara, en algún momento del vuelo, el equilibrio, con el rabo entre las piernas, y desapareciera de mi vida unas horas. Pero siempre volvía. Tardó más en volver la vez que lo lancé contra la ventana. Cerrada, por supuesto. Ella no me lo habría perdonado. Me miró a los ojos justo antes de estrellarse contra el vidrio y no se quejó. Se retiró despacio, y pasó rozándome lento y firme dejando un reguero de pelos revoloteando en mi pantalón. No volvió a atacarme, ni a arañarme, ni a maullar. Prefirió ignorarme, porque ahora era ella la que me gritaba me atacaba y me arañaba.  Y era con ella con la que empezaba a enfrentarse ahora. Se enzarzaban en graves discusiones que yo no podía entender. Antes de que dejáramos de hablarnos, le conté  lo que había hecho, con la ventana cerrada, naturalmente, para que el gato blanco me dejara en paz. A ella le pareció atroz y cruel. No me lo perdonó y se sirvió de ello para recrudecer nuestro final que avanzaba imparable. -Recoge tus cosas- dijo. Por unos instantes clavó su mirada más allá de donde estaba, invirtiendo ese tiempo en grabarme a fuego  en su memoria.

Se había acabado y a mí me costaba asumirlo. Hacía una vida lo más parecida a la que llevaba con ella, aunque sin ella. Mismos bares, mismas costumbres, mismas calles. Nos encontrábamos a menudo y ella aunque no decía nada, se le irritaban los ojos. No podía soportar que yo hiciera de mi propio recordatorio. Cuando amenazó con enviar a unos amigos a que me dieran una paliza, la última vez que la vi en la calle, decidí cambiar. Quizás porque me apuntó con su paraguas aún abierto y empapado. No se despidió. Dio media vuelta y se metió en su portal furiosa. Ni siquiera tenía la belleza con la que se enfadaba habitualmente, pero tenía razón. Esta sería la última vez que miraría esa fachada y que andaría deliberadamente por esas calles buscando el eco de sus tacones. Estaba disfrutando, a modo de despedida, de la vistas al balcón y del propósito de enmienda, cuando oí sus gritos en lo alto del edificio, más furiosos que los que acababa de dedicarme. Las luces de la casa permitían verla de una habitación a otra chillando al suelo, y al gato saltando de un mueble a otro con la culpa sonando a cascabel. Silencio y el gato cogido por el pescuezo y soltado con rabia contra el suelo. Luego mas gritos y un maullido amargo. Hubiera querido ir allí y mediar entre ellos, pero seguí inmóvil cerca de los arbustos. Había sido una noche de tormenta veraniega, que ahora se serenaba con su frescor. Los que pasaban junto al portal miraban hacía arriba medio sonrientes por los golpes y gritos. Entonces ella tenía cogido al gato esta vez por la panza y el se revolvía arañándola deprisa. De sus manos empezaron a salir hilillos rojos, y transparentes de sus ojos. Pararon un instante. Ella lo lanzó con toda su fuerza contra la ventana justo antes de que los tres supiéramos que estaba abierta.

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