Tráeme el mar

Por Hugo Clemente
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-Pues yo nunca he visto el mar- Aurora acudía cada jueves al quiosco de los cupones desde hacía casi año y medio.
-Ah ¿no?
-No, la verdad es que solo he estado en Villaverde, que es donde nací, aquí, y en los juzgados de Plaza de Castilla.
-Vaya.
Olía ligeramente a toxinas, a sudor avinagrado, como muchos de los que iban a por su metadona. Paraba todas las semanas en el quiosco a ver si el ciego podía darle algo de suerte. Muchos más buscaban al ciego por lo mismo. Señoras volviendo del mercado, parados, ex enfermos con el alta bajo el brazo, familiares apesadumbrados, y, de vez en cuando, los trabajadores del metabus, que se detenía media hora, más o menos puntualmente cada mañana a las doce, y luego seguía su ruta. El ciego tenía un buen quiosco, muy oportuno, junto al hospital provincial. La sombra de Aurora era grande, estaba un poco gorda. Buena señal según los terapeutas. Significaba que ya no se ponía y su metabolismo se expandía con displicencia. Aurora también olía a nenuco, fragancia que compartía con su hijo de cuatro años. Era coqueta, pero no se le daba bien. Le contó al ciego que había pasado toda la vida del poblao al descampao, durmiendo en coches quemaos y haciendo de machaca. Todo por la micra. Se esforzaba y tenía talento, un talento hibernado largos años. Cada semana olía un poco mejor. Ahora, además, había pasado del sonido amortiguado de sus zapatillas deportivas a un repique de tacón bajo, cómodo y elegante, a su manera, con el que avisaba de su llegada cada jueves poco antes de mediodía. Un andar decidido y torpe a la vez, rápido y arrastrado. Cojeaba un poco de la pierna derecha.

La primera vez se acercó al quiosco muy nerviosa. Luego Mario, el ciego, supo que acababa de entrar en el programa y que se había tomado muy en serio lo de no volver a meterse heroína, por el crío sobre todo. No podía parar quieta y sus frases se atropellaban unas a otras, por eso pensó que vendría a atracarlo. Ya lo habían hecho varias veces y, por disuadir, sin aspavientos, Mario puso en marcha sus artimañas. Le atendió en el tono más ronco que pudo sacarle a su voz y se deshizo de las gafas de sol. Encañonó a Aurora con sus ojos grises, castrados hacía años, para que pudiera sentir sus llagas amorfas y blancas. Con las manos apoyadas en el mostrador, echó el cuerpo hacia adelante, como hacen algunos insectos para asustar a sus depredadores, y sonrió con la calma cínica que tanto tiempo le había costado aprender a su boca. Sintió que Aurora sudaba demasiado. No llegó a explicar con claridad el motivo de su visita y se marchó deprisa al bus, que se anunciaba con el chirriar ansioso de sus frenos. Aquel día llegaba tarde. Volvió a los quince minutos. Era primavera calurosa. Habían estado cortando el césped de la entrada ajardinada del hospital. Aurora traía siempre una bolsa de plástico amarillo que crujía. Del supermercado de la esquina, donde ella y todos los demás compraban cervezas en latas de mediolitro. Luego sonaban las latas tiradas ligeras contra la acera.

Al posar la bolsa sobre el mostrador, sonó a plásticos chocando entre sí. Después el ciego supo, por Aurora, que eran los botes de la dosis diaria para toda una semana. Los chicos del metabus dicen que solo se llevan botes a casa aquellos que son medio de fiar. Los que no consumen, ni se apuñalan por un bote, ni venden trankimacines a los más compulsivos, mientras llega el metabus. Pidió un cupón con un tres, le daba igual donde estuviera colocado. El ciego le alcanzó el catorcemilochocientoscincuentaytres, que sabía en la ristra justo entre su hombro izquierdo y la puerta del quiosco. Se lo dio sin mirar, ya que en Mario era un acto, o muy exigente, o completamente inútil.
-¿Pero?
Ella quedó quieta como un muro y el ciego pidió las dos monedas, luego remató su truco con un gran golpe de efecto.
-Lleva un tres, ¿no?
Aurora pagó, dijo qué fuerte, y desde entonces iba cada jueves a comprar un boleto y a charlar.
-Bueno, también estuve en Yeserías, en dos módulos distintos, pero eso es como no haber estado en ningún sitio.
-Yo sí que he visto el mar, pero no me acuerdo- Mario dirigía su cabeza hacia el cielo.
-Hace mucho tiempo. Siendo niño. Pero no me acuerdo de él, ni de prácticamente nada de lo que pude ver mientras mis ojos no fueron de adorno. Lo que si recuerdo es el calor de aquellos días en Playa Canela y el frío del agua. La capa de sal que tensaba mi piel hasta que la disolvía con agua dulce. El ruido, el maravilloso ruido de las olas, imparable, casi imperceptible durante todo el día, pero que siempre estaba allí, ayudando con la siesta. Recuerdo el color naranja del cubo, chillón, como tu metadona. Levantábamos castillos durante horas para pisotearlos en un momento. El olor de las algas arrojadas por el mar, secándose en la arena. La arena nos cogía desprevenidos y ya era tarde cuando se había colado en todas partes. Podías encontrarla en el coche, pasando la mano por el asiento, meses después de haber vuelto de vacaciones. Me acuerdo también de lo rica que estaba la tortilla de patatas fría, con el cuerpo aún mojado y la cabeza comprimida por la gorra.

Aurora hubiera llorado de haber estado sola. El ciego no soportaba la compasión. En cambio, hizo una mueca en la que Mario pudo intuir la oscuridad de su boca despoblada de dientes, de meterse tanta mierda. Una boca que algún día fue bonita. Le dijo que quería llevar a Adrián, su hijo, ese verano a ver el mar, que no sabía si al Mediterráneo, o al mar Atlántico. Mario calló, porque se sintió incapaz de explicarle a nadie la diferencia entre un mar y un océano y porque la voz de Aurora se aflautaba hasta quedar en un hilillo sordo mientras hablaba de Adrián, y su futuro, y su playa, y sus cervecitas con el mar por los tobillos.
-Si voy te traeré un poco de mar en una fiambrera, lo prometo.
-Mejor prométeme que irás, y cuando estés allí me compras una postal, la más fea que encuentres. En vez de escribirme cualquier cosa, que tendría que leerme alguien, el día antes de volver, la metes en el agua, la rebozas en arena y dejas que se empape bien de playa. Tráemela y la colgaré en el quiosco.

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5 Comentarios

hugoclemente mayo 10, 2013 - 12:28 pm

Gracias mil

Responder
Miriam mayo 10, 2013 - 11:32 am

Precioso!!!

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Julián Martín abril 17, 2012 - 6:52 pm

Joder Hugo, que bonito

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hugoclemente abril 17, 2012 - 8:16 pm

Muchas gracias, Te suenan las localizaciones? seguro que sí
Un abrazo

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hugoclemente diciembre 8, 2011 - 12:41 pm

Uno de los muchos cuentos que componen el Cuaderno de Agua

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