Siempre es igual. Pasamos diez, quince o veinte días sin olernos. Escuchándonos únicamente a través de las distorsiones de los teléfonos y las interferencias de los deseos. Creemos que estamos haciendo camino, pero la verdad es que no andamos demasiado juntos. Después nos vemos, y cien horas saben siempre a poco. Mirándonos las caras, descubrimos alguna arruga nueva, otra muesca. En estas visitas es la urgencia quien da las órdenes. Nos protegemos de ella apretándonos uno contra el otro. Termino la mochila y vigilas parapetada en el sofá con las piernas plegadas bajo tu tronco. Antes de salir por la puerta, hasta no se sabe cuando, rodeas mi cuello con tus brazos de piel suave y cilantro y como una niña malcriada imploras-no te vayas-. Siempre contesto lo mismo-vente-. Nos ponemos tristes y nos brotan más arrugas. Ya de camino cuando el sol me lleva por las carreteras, que empiezo a saber de memoria, te recuerdo un paso por detrás del llanto, en pijama, voluntariamente indefensa, diciendo -no te vayas-. Recuerdo también mi sonrisa sinvergüenza y mi caricia en tu mejilla y mi replica, -vente-. Pasa una y otra vez. Luego cuando paro a echar gasolina, me pregunto cuanto tardaremos en hablarnos al revés.
–No te vengas.
-Vete.
Capítulo 56 Cuaderno de Agua, mi primera novela (Canalla Ediciones, 2012). Lo leí el jueves pasado en Gruta 77 en el aniversario de la editorial, ya he aprendido a vocalizar en público.
Estaré presentándolo en Benasque (Huesca) y Sevilla las próximas semanas. ¡Qué ganas!
Aquí un ejemplo de como se puede presentar una novela
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