Me hubieras seguido a cualquier parte

Una vez te senté en la lavadora. Te había quitado el pantalón y parecía que estuvieras en bikini, en una playa, sentada, mojándote los pies desde una roca. Te los chupé. Metí tu dedo gordo en mi boca, lamí tus plantas y recorrí el trazado que marcaban tus dedos. Subí por la pantorrilla brillante, salí del agua, me sequé en tus muslos como un perrillo, salpicando. Desde allí se veía como brotaban los botones de tu piel en ráfagas. Al final me hundí. Hundí mi cara en tu infinito, echando a un lado el bikini. Estabas apoyada en tus manos, arqueada hacia atrás. La cabeza mirando para arriba, esperando que el sol atravesara el techo de la cocina, encima de la lavadora. No sonabas como alguien bronceándose. Deshice el lazo de tu bañador muy despacio y me metí deprisa. Saboreé toda tu vida, y esos gemidos cortos y apretados. Levanté un poco tus piernas con mis hombros. Me seguiste. Me hubieras seguido a cualquier parte. Apoyé mi mejilla contra aquel calor inextinguible y mordisqueé tu muslo. Toda tu musculatura se contraía de manera deliciosa. Volví. Siempre se vuelve. Abrí la boca y te ofrecí mi lengua. Seguía tensándose a cada instante. Entonces el sabor a metal volvió. Estaba por allí en alguna parte. Recordé ese sabor de tu boca y los síntomas me inundaron de nuevo. No estaba en ninguna zona concreta de mi lengua. Lo recogía aquí y allá. Me incorporé de un salto y regresé todo lo rápido que pude a interrogarle a tu lengua. Allí no había nada. Caí otra vez de rodillas y busqué. Encontré. Cogí tus piernas y me las acerqué. Mantenías todo tu cuerpo en equilibrio en una esquina de la lavadora, apoyada en tus nalgas. Agarrada como una rapaz con las manos. Seguías mirando el sol con los ojos cerrados, con los labios secos, con la boca abierta, aguantándote la voz. No paré hasta diluirte.

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