Los vecinos no están

Bebíamos en la cama el domingo, que es lo más decadente que se nos ocurre en estos momentos. Leíamos juntos, disfrutando de la paradoja del roce de nuestros cuerpos mientras nuestras mentes se eluden, cuando cayó en la cuenta.

—¿Te has fijado?

—¿Eh?

—Los vecinos no están.

Cierto. No habían salido a aplaudir. Pero entonces, a las 8, no habíamos caído. Fue decirlo y de golpe se concentró todo el silencio del día. Ni voces de la niña, ni Resistiré a capela, ni rumor de conversaciones. En todo el día ni un ruido a través de la ventana que casi atraviesa nuestra sombrilla la otra mañana. Atamos cabos tirando del hilo y nos pareció fatal que abandonaran el confinamiento. Nos jodió mucho que tuvieran una segunda residencia a la que escapar el Domingo de Ramos, la verdad.

—Qué fuerte.

Después nos sentimos algo miserables pensando que igual habrían ido a ver a un familiar grave pero apenas nos duró la congoja ya que no se permiten visitas. Intolerable. Nos alistaríamos en el ejercito de francotiradores de balcón, coseríamos uniformes y le pondríamos pilas a nuestro megáfono.

—Qué maravilla.

Nos empezaba a pasar lo que a los alienígenas cuando encuentran un tricornio.

—Eso no es justicia. Es venganza, cariño.

—¿Y si es por la niña?

La hija de los vecinos tenía un esguince en el tobillo y le acababan de quitar la férula, a la pobre, hacía un par de días.

—¿Y si dio un paso en falso y se lo volvió a torcer?

—Me extraña.

—Es ridículo, es el peor día de todos. Fin de semana y comienzo de Semana Santa.  Estarán todas las carreteras vigiladas.

—Desde luego, si yo fuera ellos y me fuera a pasar unos días a la parcela, esa de la que tanto chafardean…

—No chafardean cariño, lo han mencionado dos veces.

—Ya, ya. Estoy de su casita de campo hasta las narices.

—¿Te imaginas?

Claro que nos los imaginamos. Revolviéndose con las caras pixeladas en un telediario.  Esposados contra el suelo. La niña muletas en alto, saltando a la pata coja —la pobre— horrorizada ante la reducción de sus padres. Así de apacible se presentaba la noche hasta que se le ocurrió.

—Y, ¿si entramos?

—¿Dónde?

—Pues a su casa, ¿dónde va a ser?

—Estás fatal.

—La ventana está abierta y yo creo que cabes.

—¿Estás hablando en serio?

Cogimos nuestros gintonics de las mesillas de noche y fruncimos las bocas tratando de alcanzar las pajitas.

—Joder, ¡estás hablando en serio!

—¿Tienes algo mejor que hacer?

Salimos al patio en pijama. Hacía una noche estupenda. Me preparé para el asalto poniéndome un cuello vuelto negro y la gorra de los aplausos: tiene mi nombre bordado y le sobresalen unas orejas enormes de ratón. La compré en Eurodisney.

—Pero ¡¿a dónde vas con eso?!

—Calla, que no encuentro la otra, pero habrá que ir de incógnito para colarnos en una casa ajena. Vamos, digo yo.

—De incógnito, sí, sí.

Para entretener a los niños me pongo esa gorra cada tarde a las ocho y los saludo imitando voces. Los padres y madres me miran con ternura y ya hay quien me llama Mickey Mouse en el barrio. La hora de los aplausos es importante para nosotros. Nos gusta la solidaridad, la piel de gallina y la copita de vino. Sonreír a la vecindad levantando un poco el mentón y asomarnos a la ventana sin ropa de cintura para abajo. Me subí al escalón que hizo con sus manos y alcancé la ventana. Estaba abierta, pero era una de esas ventanas modernas con apertura vertical.

—Un momento.

Bajé y cogí un par de guantes de látex de la alacena.

—No quiero dejar huellas.

Arqueó una ceja negando con la cabeza. Brindamos sin hacer sonar demasiado las copas. Volvió a auparme y allané la morada de mis vecinos con el brazo, intentando alcanzar la manilla. Cedió un poco pero aún no era capaz de meter mi cabeza en el hueco.

—¿Ves algo?

—Pero, ¿qué quieres que vea?

—Pues no sé, miles de mascarillas ocultas en la chimenea, un centro clandestino de Big Data, un laboratorio de cristal, ¡cualquier cosa!

Atrancado en la ventana, incapaz de distinguir el interior del exterior, lo único que pude ver fue en qué se quedaba el domingo.

—Aquí no hay chimenea, cariño. Ayúdame a bajar.

Giré la cabeza para ver si se había enterado y entonces, las orejas de la gorra toparon con el marco cayendo al suelo de los vecinos. La gorra con orejas de Mickey y mi nombre bordado. Qué mal. El resto de la noche lo pasamos tratando de recuperar la gorra con el palo de la fregona gritándonos en voz baja. A eso de las 7 de la mañana, oímos ruido. Nuestros vecinos volvían a casa. Nos agazapamos como pudimos, pegados a nuestra parte del muro en el patio. Ahí estábamos los dos bajo la ventana, acurrucados y con los anoraks puestos —llevaba un rato lloviendo— dispuestos a creernos con la misma intensidad absolutamente nada y cualquier cosa. Traían un hurón. Lo habían adoptado para poder sacarlo de paseo. Creo.

—¿Qué ha dicho?

—No sé. Que vienen de una misa ilegal en la azotea de un Eroski—Me encogí de hombros y alzó la voz.

—¡Qué fuerte!

—¡Shhhh!

Cada vez nos costaba más escucharles así que, nos fuimos metiendo de puntillas en casa. Gracias a nuestro método hipotético-deductivo se hizo evidente que la férula de la niña era falsa. Está mal que yo lo diga, pero estaba clarísimo. A la pobre la estaban usando de mula para traer heroína y distribuirla con drones a los yonkis del barrio. Como todos sabemos, los precios se han multiplicado por cuatro desde el inicio del confinamiento. No hemos pegado ojo en todo el día. Cómo se puede tener unos vecinos así. Ahora son casi las 8 y no sé si salir a aplaudir y preguntarles qué tal el encierro —como si tal cosa— pero me da no sé qué sin la gorra.

De verdad, la gente es la hostia.

 

 

 

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