Bob and weave

Me pregunto qué clase de amigos te recomiendan a Roland Barthes cuando les dices que irás a una velada de boxeo. Para Barthes el boxeo es un deporte jansenista, que no tengo ni idea qué es, y está fundado en la demostración de una superioridad. El boxeo, dice, es una historia que se construye ante los ojos del espectador e implica una ciencia del futuro. Para esto también podría haber escrito sobre el hockey sobre hierba o el curling, ya sabemos que cada deporte interpreta la vida de quien lo abraza fuerte.

Quedo a las 6 con mis compañeros de clase y mi profesor machoalfista—que sí que sé lo que es— para ir a ver una velada amateur. Antes de ducharme, recuerdo Del Boxeo de Joyce Carol Oates y se me hace tarde dudando si dejé alguna frase sin subrayar de aquel libro y si eran exactamente así:

«La vida se podrá parecer al boxeo todo lo que quiera, pero el boxeo solo se parece al boxeo».

«El boxeo es íntimo. Todo queda expuesto, incluso secretos que ni los mismos boxeadores pueden advertir».

«Toda la acción sucede en círculos» —a pesar de los ángulos rectos del cuadrilátero— «Quien controla el círculo, gana».

No necesitamos más que un round para darnos cuenta de que lo que hacemos mis compañeros y yo en clase, no le llega ni a la suela al boxeo. Damos golpes a un saco que no se defiende y que no tiene, ni puños, ni rabia. Nosotros venga a entrenar el tren superior cuando el boxeo está en las piernas. Esquivar, contraatacar, bailar, bob and weave, leer los hombros del adversario, ponerse a cubierto, bob and weave, seguir bailando.

Un saco no te devuelve nada, pero los púgiles esta noche no piensan en otra cosa. A pesar de los protectores y sus abrazos al final del combate, no piensan en otra cosa. Casi hay paridad en la velada en esta nave industrial que parece preparada para el rodaje de una película cochambrosa, yanqui, y de boxeo. La proporción es de 60/40 entre combates de hombres y mujeres. Las mujeres son muy rápidas y regalan excedentes de elegancia al movimiento. Tampoco ellas, esta noche, piensan en otra cosa.

La entrada es gratis aunque se sugiera un donativo, se vende alcohol, suena hip- hop de ataque, huele a gimnasio. Hay tantas banderas americanas sobre el cuadrilátero que acaban desapareciendo a nuestros ojos sedientos de danza. Han organizado una rifa y, aunque no sé si el premio es, efectivamente, una hostia, los beneficios recaudados irán a una organización contra el cáncer. No se escuchan abucheos y cada rincón abraza al boxeador del rincón opuesto en cuanto acaba el combate. Pienso en la grada del Sevilla y me digo, sí, sí, aquí estaríais todos haciendo vuestro gruñido de orangután. Seguro.

En el sexto combate, en uno de los rincones del ring, cuando las manos protegidas por los guantes de látex del arbitro se interponen entre los golpes y se descansa un minuto, una esposa y dos hijos dan agua y consejos a un hombre con una rodillera articulada. Después de la lucha, los niños se abrazan al padre y el contrincante a la esposa.

Ver a Alí no tiene ningún mérito; es un placer al alcance de cualquiera. Estar esta noche aquí viendo como se evitan y atraen los cuerpos nerviosos, como les chilla la grada —¡bob and weave! — cuando se aturden o agotan, como esquivan balanceándose deprisa o  como bufan al golpear, es lo que cuenta en esta nave en la que a nadie le importa que nadie vaya a llegar muy lejos. Hay camaradería y chicas guapas sonriendo, hay muchos abrazos y humor. Para mi que esta gente ha traído su alma, es el resto de la ciudad la que se la deja en casa. En cuanto salga de aquí quiero que alguien me lance un crochet en un bar para tratar de esquivarlo. Algunos luchadores se emborrachan con gorra, las botas con las que han peleado aún puestas y camiseta limpia, otros charlan con sus padres y amigas y otros, brindan con las luchadoras o se besan.

Mis compañeros de clase hablan, por fin. Una geóloga, un neuropsicólogo, un doctorante en literatura inglesa, una restauradora de muebles, un bombero, un amo de casa, una profesora de instituto, un programador. Desde fuera nadie adivinará jamás, mientras nos bebemos un bar, qué ha conseguido reunir a este grupo.

Las apariencias no soportan el boxeo. El más grande será el más lento y el que sin los guantes ni la camiseta roída del club pasaría por un enclenque, te comerá por los pies y escupirá sin agravio tus huesos. Después de todo, del sudor, de la comba y los burpees, después del dolor de muñeca y las agujetas en el ombligo, boxear es una lección de humildad, espiritual y económica. Es bailar con el más feo, que sueles ser tú.

 

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