Las zonas ajardinadas de las ciudades

Para llegar al poblado no había más que seguir la irascible columna de humo.

Se elevaba sobre el sembrado de agujas desde las ascuas de la casa de La Paca.

Asidua del telediario, a sus 83 años, se jactaba de haber despachado pollos y medios pollos a varias generaciones de muertos (vivientes o ejerciendo), muchos de los cuales habían engrosado las filas de su emporio.

A cambio de apenas unas micras que La Paca y sus gerentes muchas veces tiraban por descuido al no raspar los restos de sustancia adheridas a los envoltorios perfectamente prensados en origen, los chicos de las cuencas cada vez más grandes para esos ojos de lágrima perpetua, hacían cualquier cosa. Vigilaban, se chivaban, daban palizas, traicionaban a hermanos, distribuían, especulaban o practicaban, en fin, alguna otra acción digna de elogio en cualquiera de las formaciones democráticas que habían condenado al ostracismo al descampado con su desprecio de cabezas a otro lado y con esa manía del desarrollismo.

También, por una cantidad de las que impedía la visión en aquellas cuencas, quizás 10, 15 o 50 gramos, eran capaces de realizar servicios similares en contra de los intereses de la mismísima Paca.

Esa era una de las enseñanzas del mercado libre.

De todas formas, para cuando las llamas lamían los tejados de uralita, cuando el cartón y los contrachapados se arrugaban al calor, el chivato yacía también envuelto en llamas con la lengua asomando por la incisión practicada sin cuidado en su garganta. Por haberse ido de la boca, ahora todos le escuchaban crepitar como a un tronco en la caldera.

Una redada un día fuerte siempre suponía una contrariedad. La víspera de fin de año, con el trasiego por el poblado de toda esa gente recién o a punto de pasar por la peluquería, una putada.

El fuego no era sino parte del procedimiento de desembarazo de la mercancía con la que la Pyme de La Paca (y no tan Pyme), resolvía este tipo de incidencias.

El sistema de puertas blindadas con sus pernos, cerrajes y cadenas, conformaba un laberinto en la chabola hasta llegar a la sala en la que La Paca dispensaba con los pies junto al brasero de octubre a marzo.

Así, por mucho que las unidades de intervención especial derribaran cada una de esas puertas con arietes y mazas, cosa que hacían de buen grado y con un brío algo desconcertante tratándose de funcionarios, para cuando la última puerta era derribada, la merca se consumía en un fuego de humo blanquecino en el horno crematorio que se señalaba con los dedos desde vuelos nacionales a miles de pies de altura al sobrevolar la ciudad.

La Paca se reía cuando le leían los derechos porque ya no se le tiraba contra el suelo. A la vejez, viruelas.

Antes incluso de que la lengua del chivato cambiara de dirección y recorrido asomando como una corbata informe entre su carne llagada, los otros cargaban el camión de la chatarra con bolsas y más bolsas de basura negras. Cantidades industriales de billetes de 50, 100 y 500 euros sin orden ni concierto, sin la pulcritud de una sucursal pero con su misma angurria, se metían a toda prisa en las bolsas de plástico y se apilaba bolsa tras bolsa hasta que el Tío Genaro decidía.

Entonces arrancaba el Ebro oxidado y, al ralentí, salía del descampado haciéndolo botar mientras maldecía, no tanto por cruzarse con las lecheras con los agentes ya encascados y las armas fuera de sus fundas, sino por su hernia de riñón.

Como venía siendo habitual, La Paca esperaba a oír la cantidad de su fianza y al menos tres de sus lugartenientes salían de los juzgados a volcar y ordenar aquellas bolsas negras rellenas de billetes para después entregar la cantidad acordada a las autoridades, algo más ordenada, metida en bolsas de deporte a cambio de La Paca.

Después la libertad con cargos, la vigilancia estrecha y a veces, levantar el campamento.

Ahora Genarín y el tío Genaro caminaban con dificultad por los escombros, se daban indicaciones el uno al otro, paraban a cada poco, cogían aire y volvían a cargar las 90 pulgadas de pantalla de LED de la Samsung.

La mañana que la cargó el chivato con Genarín, la mañana del incendio, el 31 de diciembre, se la llevaban a casa del chivato para ver las campanadas, y para que Genarín tuviera un momento tranquilo en un lugar apartado para arreglarle la corbata.   Ahora sólo querían saber si a la noche La Paca volvería a abrir el telediario.

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1 Comenta

Luigi septiembre 30, 2014 - 12:10 pm
Joder Hugo... te has vuelto a salir!!! Impecable.
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