Un arquitecto

El arquitecto colgó el teléfono. Se sentó de nuevo en el sofá. Rodeó la barriga sietemesina de su mujer, acabó por besarla.

Los chicos entraron de noche con las llaves de todo el edificio y cuellos vueltos negros. Cambiaron uno a uno los bombines de las puertas. Tardaron poco. Hicieron una llamada. –Ya está-. De camino a casa del arquitecto, pararon a cenar.

Por la mañana el arquitecto se reunió con las familias. Les entregó las llaves, les dio el teléfono del abogado, les dijo que sí, que estaban ocupando, que no tenían de qué preocuparse.  Se lo quisieron agradecer y él sonrió rechazando los regalos. Cada familia tomó una dirección distinta. Se verían más tarde en la nueva casa.

En la primera reunión, en un bar con el cierre echado, les contó: El inmueble, aún sin estrenar, pertenecía a una empresa fantasma. Su propietario, en paradero desconocido, imputado en un caso sonado de recalificaciones y prevaricación. No era el primer edificio que el arquitecto señalaba desde la sombra. Los había por todas partes. De la constructora quedaba una pila de documentos hediondos en una mesa del juzgado de instrucción número 3.

-¿Por qué lo hace?- le preguntó un afectado, mientras sus hijos perseguían a las palomas.

-Porque no se les ocurrirá denunciaros, no les conviene airear sus negocios.

Se estrecharon  las manos con la fuerza de un pacto de sangre.

Antes de soltarse, el arquitecto se le acercó un poco.

-Pero sobre todo porque estoy hasta los huevos.

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